Ray Kurzweil, gurú transhumanista y apóstol de la singularidad tecnológica, quiere vivir indefinidamente sin sufrimiento (revirtiendo incluso su envejecimiento) y volver a hablar con su padre ya fallecido. Deposita para ello sus esperanzas en la ciencia (en el fondo, en la inteligencia humana), no en religión alguna. En su último libro, La singularidad está más cerca, se muestra confiado en llegar a tiempo de lograrlo: ahora tiene 77 años.
El físico y neurocientífico Àlex Gómez-Marín representa la postura opuesta a Kurzweil, la que ve en sus sueños utópicos una amenaza distópica producto de la soberbia humana. Esa prevención contra el transhumanismo se inscribe en la misma lógica que la del relato bíblico de la torre de Babel, cuya construcción se contemplaba como una afrenta a Dios. El jugar a ser Dios es uno de los mayores pecados que se le achacan a la humanidad moderna. Pretender acabar con el dolor y la muerte, hibridando la vida con tecnologías como la IA, nos asomaría supuestamente a escenarios de pesadilla, socavando nuestra condición humana y privando de sentido a nuestra existencia.
¿Pero es acaso un acto de soberbia querer reducir el sufrimiento en un mundo donde es moneda corriente? ¿Lo fue empezar a operar con anestesia o erradicar la viruela? ¿Es contra natura manipular el genoma para evitar una enfermedad congénita o devolver la vista a un ciego con un implante neuronal? ¿Debemos aceptar como necesario el peaje de vivir siempre a merced de una desgraciada mutación genética, de un error celular, de un accidente orgánico?... Como bien dice el biólogo Michael Levin, los humanos actuales no somos una "forma ideal, creada y elegida". Todos los seres vivos son producto de la evolución, que nunca es perfecta sino simplemente funcional. Y también somos hijos de la depredación, de la "naturaleza roja en colmillo y garra" de la que se hacía eco amargamente el gran poeta Tennyson. ¿Enmendar la plana a la naturaleza o a Dios (yo creo que no dejamos de ser tanto naturaleza como Dios/Consciencia) es realmente algo deplorable?...
Lo cierto es que ya venimos corrigiendo a la naturaleza desde tiempos inmemoriales con los injertos de plantas, la domesticación de animales (el perro es una creación nuestra) o la ropa (lo natural sería estar desnudos). Y, más recientemente, con los embalses, las vacunas, los aviones, la calefacción central o los anticonceptivos. Pero algunos propugnan ir mucho más allá: por ejemplo, resucitando especies extintas como el dodo. Un caso extremo es el del filósofo Steve Sapontzis, que aboga por acabar con la depredación (no solo la humana) siempre y cuando esto no ocasionase más sufrimiento del que ahorrara. Para Sapontzis, un león hace algo malo al matar a sus presas para alimentarse, aunque no ser un agente moral le eximiría de culpa (como a un niño muy pequeño que maltrata a un gato). Parece razonable suponer que el agotamiento del caldo nutritivo primigenio fue lo que nos llevó a la "naturaleza roja en colmillo y garra".
El acelerado desarrollo tecnológico nos obliga a plantearnos cuestiones que a día de hoy pueden parecernos ridículas o más propias de una película de ciencia-ficción. Michael Levin no solo es estandarte de una nueva biología (basada en la concepción de los seres vivos como inteligencias colectivas en las que cada nivel jerárquico, hasta abajo del todo -células y moléculas-, tiene agencia), sino también pionero en adelantar las implicaciones éticas de un mundo en el que seres orgánicos normales, otros mejorados tecnológicamente, inteligencias artificiales, criaturas híbridas y quimeras convivirán a no mucho tardar. Un mundo en el que acaso la muerte sea opcional y pueda ser desterrada si alguien tiene la voluntad de seguir viviendo en un sustrato orgánico o digital. Quizá hemos normalizado erróneamente el envejecimiento y la muerte como fenómenos inevitables, cuando lo cierto es que una medicina regenerativa personalizada, con el auxilio de la IA, podría brindarnos en unos años las herramientas necesarias para prolongar indefinidamente la vida. Las planarias (pequeños gusanos acuáticos) ya han encontrado la forma de hacerlo sin recurrir a la ciencia, explotando la plasticidad de sus células madre en un abigarrado genoma gracias a su inteligencia colectiva.
La elucubración más osada a este respecto la pone el físico Frank Tipler, quien apunta a una muy remota singularidad cósmica: cuando la vida inteligente cope toda la materia del universo, forzará su colapso gravitatorio haciendo infinita su capacidad computacional. Podría así emularse todo universo posible, lo que permitirá cualquier cosa... ¡como resucitar a los muertos! (esta afirmación le ha granjeado a Tipler una injusta fama de chiflado). Si vivimos en un universo computacional, la posibilidad de simular universos abre la puerta a paraísos virtuales sin el corsé de las leyes físicas, solo limitados por la imaginación. ¿Deberíamos hacer allí posible todo lo que consideremos bueno y justo? ¿Deberíamos desterrar todo lo que consideremos malo e injusto?...
Es un hecho que la vida a todas las escalas tiene propósitos y avanza en complejidad (va ganando "profundidad causal", en términos de la teoría del ensamblaje de Cronin y Walker). Puede que la historia del cosmos no sea más que la historia de la evolución de la inteligencia, alumbrando nuevas emergencias y espacios de posibilidades en su tortuoso camino desde una singularidad inicial como la del Big Bang. En esa senda, una estirpe de la que somos eslabones necesarios (como lo fueron LUCA, la primera célula eucariota, el primer organismo multicelular o el primer mamífero) podría acabar domando y dirigiendo el universo con una guía moral. Una estirpe en la que nuestros sucesores (que ya no serán humanos sino algo distinto e inimaginable) estén quizá llamados a superar la depredación, el sufrimiento y la muerte que han definido la vida en esta etapa infantil en la que aún se encuentra. Porque solo han pasado apenas cuatro mil millones de años.